Hay
leyendas urbanas que se trasladan al análisis socio histórico
y que dejan unas falacias memorables. Desde que en España el desarrollo
industrial fue tardío y entre otras consecuencias
condicionó la escasa incorporación de la mujer al trabajo
asalariado, hasta que en la II República se consiguieron pocos derechos
para las mujeres, básicamente el sufragio, o que es en los últimos años de la
dictadura franquista donde se dan los cambios para la incorporación femenina al
mundo laboral ante la necesidad de mano de obra masiva y, consecuencia de todo
lo anterior se explicaría la baja implicación de las mujeres en las
luchas – pasadas y presentes-.
En
nuestro país se desarrolla el capitalismo al ritmo que necesitó la
burguesía y el capitalismo usó la mano de obra femenina, la
razón no es un secreto: igual jornada e igual trabajo, menor salario…. Una
jornalera en la recogida de la aceituna percibía el 50% de lo que cobraba
un jornalero por el mismo trabajo, una obrera metalúrgica tenía un
salario inferior en un 41,3% o el sector textil, feminizado, la
diferencia salarial era del 47,6%. En los sectores considerados femeninos,
fundamentalmente el servicio doméstico, sufrían las mayores jornadas laborales
y la peor remuneración. Ese incremento de mujeres en la producción no
casaba con la discriminación en la sociedad, el matrimonio y el estado y
por tanto, apareció el movimiento femenino fruto de esa
contradicción tópica del capitalismo.
Iniciándose
el S. XX las fuentes señalan dos grandes motivos por los que las mujeres
acababan como obreras: o bien no había un varón que les procurase el
sustento, o bien, el hombre de la casa no ganaba lo suficiente porque percibía
un salario injusto o estaba parado. En el primer caso eran apoyadas por
sus compañeros cuando reclamaban mejoras laborales, en
el segundo las reticencias eran mayores al trabajo femenino. El 80% de
las mujeres que trabajaban eran solteras y viudas, las leyes
impedían el acceso al trabajo de las casadas, que necesitaban un permiso
del marido para poder trabajar y no podían disponer libremente de su sueldo. La
obrera era trabajadora subsidiaria y predominaba la
idea de que las mujeres trabajaban para poder subsistir, como último recurso
ante unas condiciones miserables de existencia.
Pero la
participación de mujeres en la producción también dio como
resultado en primer lugar su participación en las organizaciones
obreras, la sindicación de trabajadoras se data hacia 1880 en el
campo andaluz y en la industria textil y en segundo lugar un alto
grado de participación en las huelgas. Episodios destacados de la lucha
por la emancipación de la mano de obra femenina son la huelga de Rentería
(1920) donde el porcentaje de mujeres en el sector secundario era del 29,83 o
en la industria representaban el 15,09 del total del sector o la huelga de las
empleadas en el servicio doméstico en Sollana (1931) conocida como la huelga de
las Fadrines.
En 1930
las mujeres españolas carecían de derechos civiles y políticos, la
tasa de analfabetismo era del 57 % y de la mano de las reivindicaciones
laborales llegaron también las civiles y políticas.
Con
estos antecedentes no extraña que la II República constituya la
etapa histórica en que la mujer irrumpe con mayor fuerza, presencia y
compromiso en la lucha por su propia liberación como género y en la lucha por
la República y por el Socialismo. Y no es por casualidad que ese momento de
avance feminista sin precedentes (derechos civiles, el voto, el divorcio,
alfabetización, etc) coincida con la mayor tensión de la lucha de clases, con
un movimiento obrero extraordinariamente estructurado y unas organizaciones socialistas
y comunistas que a punto estuvieron de tomar el poder y ganar la guerra civil
antifascista y revolucionaria. Y las mujeres sostuvieron la producción con
sobrada eficacia y dignidad, una labor considerada tan masculina,
ardua y compleja en tiempos de paz que se pensaba que las mujeres no
estaban capacitadas para ello. Y demostraron que sí lo estaban.