El recuerdo no sólo destruye, sino que construye.
Eduardo Haro Tecglen
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Su historia es
universal. Su dolor, sin embargo, es personal e intransferible. Su dolor
únicamente le pertenece a él. Al igual que miles de niñas y niños españoles,
Antonio perdió a su padre en los días que siguieron al golpe de estado del
general Franco.
—¿Está
usted preparado?, le pregunto.
Me mira
a los ojos y me dice que sí con la cabeza. En ese mismo instante aprieto el
botón rojo de la grabadora y empieza a hablar.
El
hombre que tengo sentado frente a mí se llama Antonio Cabello Paniagua. Antonio
es huérfano de padre desde que tenía tres años. Ahora, cuando estamos grabando
esta entrevista, está a punto de cumplir setenta y ocho. Es decir, ha sido
huérfano desde su más tierna infancia. Prácticamente, toda su vida. Su historia
es universal. Su dolor, sin embargo, es personal e intransferible. Su dolor
únicamente le pertenece a él. Al igual que miles de niñas y niños españoles,
Antonio perdió a su padre en los días que siguieron al golpe de estado del
general Franco. Su padre desapareció para siempre, tragado por las aguas
podridas de la infamia con que los fascistas regaron las tierras de España, a
partir de aquel fatídico dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis.
No es
esta la primera vez que Antonio habla de este tema ante una grabadora y
probablemente tampoco sea la última. Desde hace unos años, este hombre, como
les ha ocurrido a muchas otras víctimas, testigos presenciales del holocausto
franquista, mujeres y hombres que vivieron aquellos acontecimientos en primera
persona, ha decidido quitarse la loza que tenía encima, una lápida que lo
atenazaba y le impedía expresar con absoluta libertad sus sentimientos.
La
palabra clave en todo este proceso de recuperación de la memoria histórica que
la sociedad española ha puesto en marcha es silencio. Durante muchos años, el
silencio se fue extendiendo por nuestro país como una neblina, hasta cubrirlo
todo. De los trágicos acontecimientos del año treinta y seis, simplemente, no
se hablaba. Un pacto de silencio tácito impuesto por los verdugos que ha
llegado, como quien dice, hasta anteayer. Pero ahora, todo esto ha empezado a
cambiar. Ahora, de lo que se trata es de romper el silencio.
O mejor dicho, de
sacudirse el miedo, de quitárselo de encima como se quita el polvo de los
muebles. Desde hace un tiempo, hay mucha gente que ha perdido el miedo y quiere
dejar constancia de su tragedia personal, o la de su familia, o la de algún
vecino, para contribuir con sus testimonios en primera persona a que se conozca
la verdadera historia de lo que aquí ocurrió, no la versión que nos contaron
los voceros de los medios oficiales de la España franquista durante más de
cuatro décadas. Antonio es una de estas personas.
Sabe que tiene el deber moral
de reivindicar con su testimonio no sólo al político, al socialista, al
sindicalista que fue Antonio Cabello Almeda, su padre, sino también al ser
humano, un hombre con sus errores y sus aciertos, sus esperanzas y sus
frustraciones, sus virtudes y sus defectos, un hombre cuyo único delito fue
aspirar a un mundo más justo y más solidario que el que había conocido durante
toda su vida. Por eso fue vilmente asesinado. Sólo por eso.
Sabemos por la biografía que el historiador Diego Igeño incluye
en su obra Dictablanda y II República en Aguilar
de la Frontera (1930-1936) que
Antonio Cabello Almeda había nacido en Aguilar de la Frontera, aunque no se
puede precisar con exactitud su fecha de nacimiento, ya que según el padrón de
1935, esta habría tenido lugar a principios del siglo XX, concretamente en
1902. No obstante, si hemos de hacer caso al dato que figura en el Registro
Civil referente a su muerte, Antonio habría nacido a finales del siglo XIX, en
1897, para ser más exactos.
Sea como fuere, lo que sí parece quedar claro es
que desde muy niño, Antonio sintió una gran pasión por saber, por aprender a
leer y a escribir, por poder empaparse de todo lo que contaban los libros y la
prensa. Y es que, siendo un niño, Antonio adivinó el poder emancipador de los
libros, la capacidad que estos tenían para abrir los ojos de las clases
populares, en definitiva, para romper las cadenas de la opresión y del
feudalismo. Nunca jamás abandonaría su pasión por la lectura y el conocimiento,
pues según cuenta su hijo Antonio, en el momento de su asesinato, tenía una
buena biblioteca, —algo que no dejaba de ser raro en la época—, en la que eran
abundantes los textos relacionados con el pensamiento político, la reforma
agraria, el marxismo, etc., etc. En los días que siguieron al fusilamiento del
líder sindicalista aguilarense, su viuda quemó la mayoría de los libros de su
marido, tal era su miedo a las represalias, salvando tan solo unos pocos
ejemplares que fueron tapiados en una habitación de la casa donde vivían.
Como
ocurría en todos los hogares humildes, y mucho más en una localidad tan
empobrecida como lo era Aguilar a principios del siglo XX, el pequeño Antonio
pronto se tuvo que poner a trabajar para ayudar a su familia, principalmente en
el campo, pero también en otros empleos, por ejemplo, según cuenta su hijo
Antonio, trabajó durante una larga temporada en la construcción de la carretera
Córdoba-Málaga.
Así fue
pasando el tiempo y el pequeño niño se va transformando en un joven
concienciado, con las ideas muy claras, como demuestran los artículos que
publicó en la prensa obrera provincial de la época. En uno de estos artículos,
publicado tras la Revolución rusa, Antonio se queja amargamente de la actitud
de la burguesía andaluza, de sus comportamientos caciquiles y feudales,
tratando a los jornaleros como si fuesen siervos de la gleba. De esta manera,
Cabello no duda en calificar a estos burgueses de “canallas” e “indecentes” y
les advierte que muy pronto los obreros andaluces tomarán ejemplo de sus
hermanos rusos “para envolver en una ola revolucionaria a todos los culpables
de esta tragedia y entonces reinará la paz y la justicia en Andalucía.” La
lectura de este tipo de textos nos hace suponer que para esta época, Antonio
Cabello Almeda ya está afiliado al PSOE y a la UGT y trabaja con ahínco para
conseguir que la clase obrera mejore sus condiciones de vida, condiciones que,
por otra parte, dejaban mucho que desear.
Hacia
1926 ó 1927 contrae matrimonio con Teresa Paniagua Molina, vecina de Aguilar,
con quien, a la postre, tendrá cuatro hijos: Araceli, Manuel, Antonio y Andrés.
En
1931, los socialistas aguilarenses deciden concurrir a las elecciones
municipales que tendrán lugar el día 12 de abril, en coalición con los
republicanos. La coalición republicano-socialista se alza con la victoria,
consiguiendo 13 concejales, frente a los 7 del bloque monárquico-conservador.
Antonio Cabello Almeda consigue 247 votos y se convierte, por tanto, en
concejal del Ayuntamiento de Aguilar. El día 15 de abril se constituye la primera
corporación republicana, y Cabello Almeda es nombrado segundo teniente de
alcalde. Los próximos años serán para Antonio de una frenética actividad
política, participando activamente no sólo en su labor municipal como concejal
sino también como orador en mítines, escribiendo artículos, como ya ha quedado
dicho, y como representante de su partido, el PSOE, en diversos organismos,
como la Comisión de Policía Rural o la Junta Provincial de Reforma Agraria.
El día
19 de noviembre de 1933, se celebran elecciones legislativas en España. Por
primera vez, pueden votar las mujeres. Gracias al apoyo femenino, al de los
agrarios y a los católicos que votan en masa por la CEDA (Confederación
Española de Derechas Autónomas) y a la masiva abstención de los anarquistas, la
derecha se hace con el poder. Comienza entonces el período conocido como Bienio
Negro, que supone un fuerte retroceso en las políticas de progreso que la
República había puesto en marcha hasta la fecha.
Aguilar
de la Frontera, como no podía ser de otra manera, también se ve inmersa en ese
fuerte retroceso democrático. Tanto Cabello Almeda como el resto de concejales
socialistas son objeto de una terrible campaña de acoso y derribo orquestada
desde el Gobierno Civil de Córdoba. Con motivo del levantamiento revolucionario
de Octubre de 1934, la Guardia Civil registra las viviendas de muchos
socialistas aguilarenses así como la Casa del Pueblo, en busca de armas, que,
por supuesto, no aparecen, por la sencilla razón de que no existen.
Tras el
estallido revolucionario que tiene lugar en Asturias en el mes de octubre de
1934, a todos los concejales socialistas y republicanos del ayuntamiento de
Aguilar se les retira la condición de Concejal y se produce en el pueblo una
gran purga laboral que afecta a los funcionarios municipales de tendencia
izquierdista.
Esta situación se prolonga hasta febrero de 1936, cuando tras la
victoria del Frente Popular en las elecciones legislativas celebradas el día 16
de febrero, a los concejales socialistas y republicanos aguilarenses se les
devuelve su acta de concejal. De esta manera, Antonio Cabello vuelve a ser
concejal del ayuntamiento de Aguilar.
Tan solo unas semanas más tarde, el día
21 de marzo de este mismo año, Antonio Cabello Almeda es nombrado miembro de la
Diputación Provincial de Córdoba.
En
palabras de Diego Igeño, Antonio Cabello “asiste a la última sesión celebrada
por dicha institución el 17 de julio de 1936, lo que trae como consecuencia que
el estallido de la sublevación le sorprenda en la capital.”
A partir
de este momento, resulta complicado seguir las huellas de Antonio y estas
parecen perderse en el maremágnum de acontecimientos que tuvieron lugar en
aquellos días de julio. La prensa de aquellos días se hizo eco de su detención.
Casi con toda seguridad Antonio fue fusilado en los primeros días del mes de
agosto de 1936, y como ocurre en cientos de miles de casos en todo el
territorio español, su cuerpo ha permanecido desaparecido desde entonces.
Ahora, en julio del año 2011, en un caluroso día del verano
andaluz, su hijo Antonio y yo estamos sentados ante una grabadora. Es mediodía
y el hombre que tengo enfrente de mí, me pregunta amablemente si me apetece
tomar algo. Se acerca a la cocina y trae lo que le he pedido, agua fresca para
mí y una cerveza bien fría para él. Luego seguimos hablando. Le pido que me
hable de sus sentimientos, de sus emociones. Que me desvele las claves para
poder entender qué ocurrió.
Entiendo que para él no debe ser fácil, pero su
compromiso moral con la memoria de su padre y del resto de las personas
fusiladas es tan fuerte que se lanza a contarme cientos de anécdotas. A lo
largo de la conversación van apareciendo palabras comoperdón, como rencor,
como odio, como olvido. Me dice que no
puede perdonar. Y no puede hacerlo por una razón bien sencilla: ni a él ni a
ningún miembro de su familia le ha pedido nadie, nunca, perdón. Me habla de lo
difícil que fue su infancia.
Del dolor que supuso crecer sin poder hablar, ver,
sentir, saber que tenía un padre. Me habla del dolor inmenso de su madre y de
la valentía y dignidad de su tío. Me cuenta que cuando su tío volvió a Aguilar
tras una larga estancia por distintos campos de prisioneros, la Guardia Civil
fue hasta su casa y preguntó si allí vivía un rojo. Su tío contestó que allí lo
que vivía era un soldado del Ejército Popular de la República. Después de ese
día no volvieron a molestarlo. Me habla de su tía, humillada, rapada, obligada
a tomar aceite de ricino y expuesta, como tantas y tantas mujeres, al escarnio
público.
Me dice que lo peor de todo fue tener que seguir viviendo rodeado de
franquistas. Soportar sus miradas de desdén. Su crueldad. Cruzarse con ellos
por la calle. Entrar a una taberna y encontrarse allí con un asesino. “Eso era
insoportable”, dice.
La
conversación continúa y seguimos hablando de su militancia política en el PCE e
IU durante varias décadas, de los tiempos de la clandestinidad, de la llegada
de la democracia. Me habla de los camaradas muertos, del fascismo, del de antes
y del de ahora (tan solo unos días antes de esta entrevista ha tenido lugar el
terrible atentado en la isla noruega de Utoya, en la que un fundamentalista
católico y ultraderechista ha matado a decenas de jóvenes militantes
socialdemócratas).
Me habla del temor que sintió el día 23 de febrero de 1981
cuando un grupo de guardias civiles encabezados por el Teniente Coronel Tejero
tomaron al asalto el Congreso de los Diputados (“No tuve miedo por mí, —me
dice—, el miedo que sentí era por mis hijos, por mis vecinos, porque no
volviera a ocurrir lo de la otra vez”). Hablamos de la corrupción política (“me
da asco y rabia”, sentencia) que campa a sus anchas por nuestro país y de la
terrible crisis económica que asola Europa. Y una y otra vez volvemos a la
figura de su padre, por la que demuestra sentir una veneración casi religiosa.
Es consciente de lo difícil, casi imposible, que resulta encontrar los restos
de su padre. Sin embargo, hombre obstinado como es, dice que mientras le quede
un soplo de vida en el cuerpo no perderá la esperanza. Y todo esto lo dice con
un brillo muy especial en los ojos. Un brillo que, lo confieso, me embarga de
emoción.
Por Rafael Calero Palma