Los enviados cubanos a combatir el virus del Ébola en las naciones de
África Occidental dieron una lección de voluntad, valentía y profesionalismo a
todo el mundo. Roberto Gómez Castellanos, doctor de una de las brigadas, ofrece
su testimonio.
Roberto Gómez Castellanos no es solo el jefe de la terapia intensiva del
Hospital Militar Mario Muñoz Monroy, de Matanzas; también uno de los hombres
más valientes que he conocido.
Lo veo pasar y sin pensar dos veces lo llamo: «Dóctor, ¿cuándo me va a conceder
una entrevista?» Me mira sonriente, duda unos instantes y responde:
«En el momento que tú quieras, mijo». Quince minutos más tarde está sentado
frente a mí en la mesa de mi propia casa.
Rápidamente su memoria recorre medio mundo, y llega en específico a esas
tierras de Sierra Leona, en las que retó al Ébola.
–Cuando se expandió la noticia de la epidemia del Ébola, ¿imaginó que Cuba
brindaría su ayuda?
–Sabía que Cuba enviaría ayuda, pero no pensé formar parte de ella. Ser
seleccionado me asustó, me sorprendió, pero me gustó.
–Y la familia… ¿cuál fue su reacción?
–Regular. Ambigua. El niño no se mostró muy sensible en el sentido de ver
el riesgo, pero mi mamá y mi esposa sí. La vieja ya tenía sus prejuicios por la
edad y la distancia, y llegó a decirme que prefería que no fuera.
«Entonces le recordé una anécdota de mi niñez cuando no quería estar
interno y ella me dijo: “Te voy a sacar de la beca si tú quieres, pero cuando
te miren en el barrio y te digan ‘rajao’, ¿qué vas a hacer?” En ese momento se
quedó en silencio, consternada, y explicó: “Está bien mijo, pero es que tengo
miedo a que te pase algo y no sé si estaré viva para verte cuando vires”».
–¿Cómo fueron las relaciones entre los colaboradores cubanos?
–Al inicio resultó complicado porque todos éramos hombres y teníamos
caracteres muy diferentes, pero luego nos entendimos bastante bien.
«Cuando nuestro instructor de la Organización Mundial de la Salud, un
psiquiatra, nos convidó a evitar contacto físico con los pacientes, un grupo
decidió acatar. Otros teníamos una inquietud: «La opción del psiquiatra es
aparentemente buena, pero, ¿qué experiencia tendremos en caso de que uno de
nosotros se enferme?», le dije a mis compañeros.
«Primero unos pocos y luego la mayoría seguimos la política de intervenir
en la enfermedad siempre que fuera posible. Algo que también nos motivó fue
sentir que no estábamos en vano en esa situación; si habíamos ido para dominar
una enfermedad, no estaríamos conformes con hacer de cosméticos, debíamos
actuar.
«Aumentó la preocupación por el de al lado. Todos nos manteníamos
pendientes de quien tuviera un poco de malestar o algún síntoma, sobre todo de
paludismo que nos afectó sobremanera».
–¿Cómo los veían los otros colaboradores internacionales?
–Ah, curioso. Al principio nos miraban como novatos, un personal excedente
del Ministerio de Salud Pública –hace un gesto de desprecio con sus manos–.
Esta idea se basó en que muchos de los empleados no tenían vínculo laboral en
su país y su opción inmediata resultaba el contrato del Ébola. Pensaban que
estábamos ahí porque nos convenía. Su postura parecía un tanto discriminatoria
y no contaban con nuestra opinión para tomar decisiones.
«Ellos limitaban el tratamiento endovenoso por miedo a pincharse con la
aguja infectada y nosotros, aunque sabíamos que representaba un riesgo,
comenzamos a hacerlo; trabajamos de forma más invasiva con el virus y tuvimos
grandes resultados.
Llegamos al punto de que siempre esperaban por los cubanos para comenzar
los procedimientos de riesgo. Nos ganamos su respeto.
«En las reuniones y fiestas buscaban contacto con nosotros por las
curiosidades de lo que suponía ser de Cuba. Las preguntas sobre Fidel siempre
venían. Muchos terminamos siendo amigos».
–¿La experiencia de Sierra Leona le mostró una nueva cara de la vida o
acaso de la muerte?
–De la vida. A la gente le sorprende si uno ve muchas personas muertas.
Desgraciadamente, mi trabajo como intensivista me adapta a este fenómeno.
Lo más difícil era cuando nos encariñábamos con un niño y fallecía. Resultaba
muy impactante por el vínculo, porque para ganarse su confianza había que
invertir parte sensible de uno, de esa porción que un médico tanto tiene que reservar
para no afectar su salud.
–¿Cuál fue el momento más emotivo durante la misión?
–En la despedida de dos niños jimaguas que fueron dados de alta. Me impactó
que reconocieran mi voz y lo que yo había hecho aun cuando en aquellos momentos
solo podían haber visto mis ojos y mi nombre escrito en el traje. Ahí fue
cuando escribí para Cuba que había llorado por primera vez; y lo hice en
verdad.
–¿Quedan secuelas de esa experiencia en su actuar diario?
–Permanentes. Los pacientes piensan que yo me limito de sus olores porque
ahora paso visita con gorro y nasobuco; a veces se ofenden. Los tranquilizo
diciendo que tengo catarro y no quiero perjudicarlos.
–¿Exageran los que lo llaman «héroe»?
–Creo que sí. Conozco a muchos que hubieran hecho lo mismo, aunque también
a otros que se hicieron los sordos. Fui sin pensarlo; solo dije que allí había
personas trabajando y, ¿por qué no yo? En el sentido de que hice algo
extraordinario no lo acepto. Pero no desprecio un gesto de admiración por quien
reconoce que fue algo bonito en bien de mucha gente; lo agradezco.
–¿Qué dejó en África?
–África es misteriosa y allí se me quedó la deuda de haber vencido ese
misterio. Su estilo de vida muestra el principio de la sociedad porque ellos
todavía viven en los orígenes. Me recuerdan al cubano antiguo; en Cuba ya no
quedan muchas tradiciones, y ellos conservan casi todas.
–¿Piensa volver algún día?
No sé. Creo que regresar a África me gustaría, y si fuera específicamente a
donde me quedó la deuda, en Sierra Leona, lo disfrutaría más. Allí, con
nuestras diferencias ideológicas, sociales, políticas, idiomáticas, nos unimos
en una idea, en un sueño. Y logramos alcanzar el cielo.