“Posverdad” es un término tan ambiguo e
innecesario como su análogo -y precedente- “posmodernidad”. Del mismo modo que
lo que llamamos posmodernidad no es sino modernidad sucedánea o decadente, la
posverdad es un nuevo apelativo de la falsedad, sobre todo de la falsedad
mediática masiva.
La
explicación de este inquietante fenómeno no es sencilla; pero sin duda uno de
los factores a tener en cuenta es la enorme difusión de algunos mensajes falsos
o “posverdaderos”. Saber que millones de personas aceptan sin sentirse
insultadas que se les repita a todas horas que un repugnante brebaje saturado
de CO2 es “la chispa de la vida”, se convierte en un nuevo tipo de argumento ad
populum que nos invita -o más bien nos compele- a participar en el festín
permanente de la comida -y la bebida- basura.
Y
la política no podía quedarse atrás, siendo como es la inventora de la
publicidad (que en sus cenagosos dominios se denomina propaganda). Se podría
definir a los políticos de oficio y beneficio como poetas malos y embusteros. O
posveraces, si se prefiere. Al igual que un spot publicitario, un discurso
político es un poema; un poema malo en ambos sentidos del adjetivo, pero poema
al fin y al cabo, en la medida en que está hecho de metáforas, metonimias e
hipérboles, y de mentiras o posverdades destinadas a estimular incluso a
quienes en el fondo no se las creen. Como aquel personaje de Molière que
hablaba en prosa sin saberlo, los políticos hablan en verso sin darse cuenta, o
sin que nos demos cuenta los demás. Son los juglares de la posverdad.
Pero
la posverdad tiene su reverso dialéctico en lo que podríamos llamar la
posmentira. En muchos casos, saber o sospechar que algo no es cierto
debería
llevarnos a pensar que no se trata de una mera exageración o una licencia
poética, sino de una mentira deliberada y malévola, y del mismo modo que la
posverdad puede conducirnos a una forma pasiva de aceptación, la posmentira
podría -y debería- dar lugar a una forma activa de rechazo.
Antes
estábamos indefensos ante muchas de las mentiras del poder. Si un canalla
uniformado -o togado, o coronado- decía que “en España no hay tortura”, no era
fácil demostrar que mentía; ahora basta con teclear juntas en un buscador las
palabras “España” y “tortura” y echar una ojeada a algunas de las entradas -hay
más de un millón- para averiguar que la Coordinadora para la Prevención de la
Tortura (que agrupa a más de cuarenta organizaciones de todo el Estado español)
ha recopilado 7.500 casos de torturas y malos tratos, amén de 883 muertes en
dependencias policiales, del año 2004 al 2014. Y que el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos ha multado hasta en ocho ocasiones a España por no investigar
eficazmente las denuncias. Y que los relatores de la ONU, Amnistía
Internacional y otras organizaciones de derechos humanos aseguran que España “incumple
reiteradamente” (sic) sus compromisos internacionales en materia de prevención…
Antes,
si un ministro decía que unas imágenes de brutalidad policial estaban trucadas,
no era fácil desmentirlo. Ahora, mientras lo dice en una entrevista televisiva,
aparecen en la pantalla imágenes de esa brutalidad policial grabadas por los
mismos que lo están entrevistando, para escarnio del indigno ministro y de su
corrupto Gobierno.
La
mentira ya no es lo que era: si siempre tuvo las patas cortas, ahora, además,
sus endebles patitas se enredan en la tupida malla de internet, y para pillarla
bastan un par de clics. En la era de la posmentira, no solo es culpable el
engañador, sino también el engañado, cuando menos por omisión.
Carlo Fabretti