Durante mi estancia en España, allá por
los años 2003 y 2004, me percaté de que ese país vivía un momento curioso en
torno a la Guerra Civil Española y al Franquismo, gobierno de corte fascista y
totalitario que sucedió al conflicto. Surgían voces por todos lados, en las
calles, en bares y reuniones de amigos; en los medios de comunicación, en el
cine, la radio y la literatura. Tales voces iban principalmente dirigidas a
evidenciar los horrores de la guerra lo mismo que los de la dictadura
franquista. Empero, escuché voces que pugnaban por la reconciliación y el
olvido.
En esos años, estudiaba en la
Universidad de Salamanca un doctorado en Literatura de Vanguardia de España e
Hispanoamérica, y llevé un estupendo curso sobre surrealismo español impartido
por Víctor García de la Concha que ya en ese momento ostentaba el cargo de
Director de la Real Academia Española de la Lengua y hoy, Director del
Instituto Cervantes. Lo que más me atrajo de esa vanguardia literaria fue
el poeta granadino Federico García Lorca y su poemario Poeta en Nueva York,
donde intuí una clara relación de su poesía con la marginalidad. Su muerte a
manos de las fuerzas franquistas dio sentido cultural y literario a la condena
del mundo a la Guerra Civil y a las formas de los franquistas. De hecho, como
consigna José Andrés Rojo en un artículo publicado en El País el pasado 3 de
enero, un connotado militar fundador de la Legión en España, José Millán Astray
habría interpelado a don Miguel de Unamuno –en ese momento rector de la
Universidad de Salamanca– en pleno discurso un 12 de octubre de 1936; al no
concederle la palabra Unamuno, Millán gritó “¡Mueran los intelectuales!”
Lorca fue asesinado en agosto de ese
mismo año, como bien señaló Millán Astray, cruel evidencia de lo que habría de
venir no sólo en España, sino en buena parte de un Occidente afectado por la
vena de la ultra derecha y del pensamiento más xenófobo, homofóbico y racista
que hubiera presenciado la humanidad completa, hasta hace poco en nuestro mundo
actual, cada vez más cerrado. o curioso, es que el año pasado en que se
cumplieron 80 años del inicio de la Guerra civil lo mismo que la muerte de
Lorca y de Unamuno –murió en diciembre de ese año–, la Biblioteca Nacional de
España, a través de su Biblioteca Digital Hispánica, digitalizó y publicó en
libre acceso, las obras completas de numerosos escritores que vieron la muerte
ese 1936. Por supuesto, como menciona Rojo, el “hecho de que estén disponibles
las obras de los escritores que murieron hasta ese 31 de diciembre de 1936 es
una oportunidad más para volver a recuperar el hilo de sus reflexiones o para
volver a habitar en sus novelas o en los versos de sus poemas.
Fueron años terribles los de la década
de los treinta del siglo pasado. El crack económico del año 29 condujo a
centenares de miles de familias a la miseria y se fueron exacerbando las
tensiones sociales que muchos querían aprovechar para dinamitar a unas débiles
democracias siguiendo la estela de la Revolución Rusa. Pero estaba también el
fascismo de Mussolini y Hitler había conquistado el poder. Y los viejos
rencores nacionalistas alimentaban los furores de los discursos totalitarios”.
En efecto, los escritores, filósofos, pintores, escultores, periodistas, son
personas de su época y viven sus obsesiones a través del tiempo y el contexto
que les rodea. Es un buen propósito publicar en libre acceso los textos de
estos intelectuales de cuya lectura podemos entresacar pensamiento, reflexión y
crítica sobre los tiempos que les tocaron vivir.
La cavilación viene a cuento pues en los tiempos que
nos tocan vivir, donde la crisis económica y la vacuidad axiológica que nos
aqueja son fermento estupendo para que tal pensamiento conservador se reavive,
no nos cabe duda que se repetirá la frase “¡Muerte a los intelectuales!” Es de
esperar que tal sentencia venga de la estulticia de la superficialidad del
consorcio Televisa con sus productos artificiales y artificiosos y que viene
abonando desde hace años al desmantelamiento de la reflexión y la crítica. Es
de esperar también, que esa crítica venga de las propias universidades,
convertidas ya en una suerte de centros de capacitación donde lo que se tiene
que evitar a toda costa es la “teorización excesiva” y donde los intelectuales
son esos seres incómodos que todo lo reflexionan y poco aportan a la praxis,
máxima neoliberal de la acción.
Habrá que esperar el peor de los escenarios, uno donde
estadistas como Trump, donde los fundamentalismos del mundo y donde los
partidos de ultraderecha han de atentar contra los intelectuales en una cruel
manifestación de su homofobia, xenofobia, racismo y estupidez. Rojo culmina de
esta manera su aportación: “En septiembre de ese año, Unamuno le dijo al
escritor griego Nikos Kazantzakis, que acudió a entrevistarlo en Salamanca, que
lo que les estaba pasando a los españoles obedecía a que no creían en nada.
‘¡En nada! ¡En nada! Están desesperados’, le dijo. Y le explicó: ‘Desesperado
es el que sabe muy bien que no tiene dónde agarrarse, que no cree en nada, y
como no cree en nada le posee la rabia’. Qué mala consejera esa rabia. Como la
de Millán Astray. Y qué ejemplar el temple de aquel intelectual con nada más
que dos o tres ideas. Si es cierto que esta época tiene algo que ver con
aquélla, como dicen algunos, no está mal tomar nota”. Y tomarla en serio, no
sea que sigamos cargando mártires en nuestra conciencia “moderna”.
Israel León O'Farrill