Más necio y presumido que un dichoso (Quevedo).
El capital, a través de sus mercenarios de toda laya, insiste en vendernos
dicha; pero la venden, aunque a estos efectos la demanda solvente es
relativamente alta, a un precio que recuerda, aunque sea ligeramente, al verso
de Quevedo: quieren que presumamos de dicha del modo más necio posible.
Entre sus muchas tretas, quizá la más valiosa ha consistido en introducir,
permanentemente, entre la clase obrera y los sectores populares, a
prefabricados representantes, auténticos trileros, cuyo supremo oficio consiste
en que la clase obrera no se reconozca como tal y pierda de vista su interés fundamental:
la supresión de la explotación y la construcción de otra sociedad.
Así, sin que pase mucho tiempo desde su constitución, una socialdemocracia
que nace con auténticos objetivos y planteamientos revolucionarios,
fundamentados en la fusión de la clase obrera con el marxismo, comienza a ser
arrastrada por teorías "novedosas" promovedoras de que lo importante
es moverse y moverse, mientras que el objetivo final (el socialismo) no importa
en absoluto.
A continuación viene una versión más refinada, pretendiendo que una
acumulación de votos es suficiente para un tránsito pacífico y ordenado a una
sociedad más justa, aunque continuando en la sociedad de la explotación.
Más adelante se trata de configurar la ideología de la importancia
sobrenatural de estar en el Gobierno para, desde allí, realizar una política
autorreconocida como de izquierdas (el ya moribundo estado del bienestar), que
busca repartir algunas migajas del expolio de la explotación obrera y del
saqueo imperialista.
Lo ultimísimo que ofertan al gran público es el maravilloso descubrimiento
de la "revolución" ciudadanista, consistente en rellenar el
descomunal agujero negro de una realidad inexistente, que no es otra cosa que
ilusión, máscara, artificio, simulacro, engaño, encubrimiento…; una realidad
que no es tal, sino mentira. En esa realidad todo ocupa el mismo insignificante
lugar: las relaciones de explotación de clase no pueden pretender ser el
elemento determinante del conjunto de relaciones sociales ni el elemento
configurador de nada; la clase obrera es una "cosa más" entre muchas,
por lo que el papel central lo ocupan la "casta" de intelectuales de
la pequeña burguesía, actuando en el campo privilegiado e independiente de la
superestructura ideológica, configurando, además, las demandas provenientes de
diversos campos de la sociedad que, en ese discurrir, se convierten en pueblo,
o mejor, en la ciudadanía.
Al final, todo se disuelve en el bonito juego electoral del sistema
democrático representativo burgués que, en definitiva, es el mayor sustento
ideológico del sistema del capital.
Pero todo este funesto deambular socialdemocráta (desde Berstein a Felipe
González, pasando por Carrillo o Berlinguer, y ahora los podemitas y sus
respectivos cortejos) se ha caracterizado por un objetivo común, alcanzado con
más o menos acierto: en su lucha de clase, como brazo muy ideológico y político
del capital la, ahora así llamada, socialdemocracia, la menos nueva y la
novísima, ha pretendido siempre introducir el elemento distorsionador de que la
clase obrera relegue o incluso olvide la existencia de la lucha de las clases;
o incluso, como en este último período, en el que las clases son grupos que
están ahí al lado de otros muchos grupos y con la misma importancia para el
desarrollo social que estos últimos. Con lo cual se vuelve al principio y
cierran el círculo: no hay pugna entre las clases porque estas no existen, y si
no existen, no puede haber conflicto de intereses, ni darse la explotación de
una por otra. Y esa es su última y arcaica apuesta. Sin clases no hay
explotación, no hay que luchar ni acabar con ellas y su sistema. Eso sí, para
conformar a los dichosos nos dicen que hay pobres y ricos.
Organicémonos más y más, y al fundir marxismo y clase obrera, hagamos que
sus perniciosos descarríos descarrilen, por fin, en el basurero de la historia.