Rajoy
en 1983 era un franquista ( ¿todavía? ) y un lector de ideólogos del
último franquismo como Gonzalo Fernández de la Mora y su libro "La
envida igualitaria" según el cual los mejores hombres del país debían
ocupar los mejores puestos del país, en un elitismo total, ignorando las
críticas de la izquierda, puesto que esas críticas obedecían a su envidia
que era también la fuerza que estaba detrás del ansia igualadora de la
izquierda.
Es
dudoso que los dirigentes del Partido Popular actual hayan
"evolucionado" en su pensamiento político, lo más probable es que
sigan siendo franquistas y elitistas en secreto, reservando su discurso
políticamente correcto y curado de franquismo para las entrevistas
oficiales y los mítines televisados.
Todos
sabemos que cuando mande Rajoy, obligará a los obreros a producir más, dará más
facilidades a los empresarios para despedirlos y volverá al desarrollismo
salvaje de los años de Aznar, que es la única solución que entra en su cabeza
para salir de esta crisis económica.
Ver los
artículos con Rajoy en 1983 en el PDF adjunto, o aquí:
IGUALDAD
HUMANA Y MODELOS DE SOCIEDAD
Mariano Rajoy Brey (*)
(Diputado de AP. en el Parlamento gallego)
Uno de
los tópicos más en boga en el momento actual en que el modelo socialista ha
sido votado mayoritariamente en nuestra patria es el que predica la igualdad
humana. En nombre de la igualdad humana se aprueban cualesquiera normas y sobre
las más diversas materias: incompatibilidades, fijación de horarios rígidos,
impuestos –cada vez mayores y más progresivos- igualdad de retribuciones…En
ellas no se atiende a criterios de eficacia, responsabilidad, capacidad,
conocimientos, méritos, iniciativa o habilidad: sólo importa la igualdad. La
igualdad humana es el salvoconducto que todo lo permite hacer; es el fin al que
se subordinan todos los medios.
Recientemente,
Luis Moure Mariño ha publicado un excelente libro sobre la igualdad humana que
paradójicamente lleva por título “La desigualdad humana”. Y tal vez por ser un
libro “desigual” y no sumarse al coro general, no ha tenido en lo que ahora
llaman “medios intelectuales” el eco que merece. Creo que estamos ante uno de
los libros más importantes que se han escrito en España en los últimos años.
Constituye una prueba irrefutable de la falsedad de la afirmación de que todos
los hombres son iguales, de las doctrinas basadas en la misma y por ende de las
normas que son consecuencia de ellas.
Ya en
épocas remotas –existen en este sentido textos del siglo VI antes de
Jesucristo- se afirmaba como verdad indiscutible, que la estirpe determina al
hombre, tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos conocimientos que el
hombre tenía intuitivamente –era un hecho objetivo que los hijos de “buena
estirpe”, superaban a los demás- han sido confirmados más adelante por la
ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas “Leyes” nadie pone ya en tela
de juicio que el hombre es esencialmente desigual, no sólo desde el momento del
nacimiento sino desde el propio de la fecundación. Cuando en la fecundación se
funde el espermatozoide masculino y el óvulo femenino, cada uno de ellos aporta
al huevo fecundado –punto de arranque de un nuevo ser humano- sus veinticuatro
cromosomas que posteriormente, cuando se producen las biparticiones celulares,
se dividen en forma matemática de suerte que las células hijas reciben
exactamente los mismos cromosomas que tenía la madre: por cada par de
cromosomas contenido en las células del cuerpo, uno solo pasará a la célula
generatriz, el paterno o el materno, de ahí el mayor o menor parecido del hijo
al padre o a la madre. El hombre, después, en cierta manera nace predestinado
para lo que habrá de ser. La desigualdad natural del hombre viene escrita en el
código genético, en donde se halla la raíz de todas las desigualdades humanas:
en él se nos han transmitido todas nuestras condiciones, desde las físicas:
salud, color de los ojos, pelo, corpulencia…hasta las llamadas psíquicas, como
la inteligencia, predisposición para el arte, el estudio o los negocios. Y
buena prueba de esa desigualdad originaria es que salvo el supuesto excepcional
de los gemelos univitelinos, nunca ha habido dos personas iguales, ni siquiera
dos seres que tuviesen la misma figura o la misma voz.
Esta
búsqueda de la desigualdad, tiene múltiples manifestaciones: en la afirmación
de la propia personalidad, en la forma de vestir, en el ansia de ganar –es
ciertamente revelador en este sentido la referencia que Moure Mariño al afán
del hombre por vencer en una Olimpiada, por batir marcas, récords…-, en la
lucha por el poder, en la disputa por la obtención de premios, honores,
condecoraciones, títulos nobiliarios desprovistos de cualquier contrapartida
económica…Todo ello constituye demostración matemática de que el hombre no se
conforma con su realidad, de que aspira a más, de que busca un mayor bienestar
y además un mejor bien ser, de que, en definitiva, lucha por desigualarse.
Por
eso, todos los modelos, desde el comunismo radical hasta el socialismo atenuado,
que predican la igualdad de riquezas –porque como con tanta razón apunta Moure
Mariño, la de inteligencia, carácter o la física no se pueden “Decretar” y
establecen para ello normas como las más arriba citadas, cuya filosofía última,
aunque se les quiera dar otro revestimento, es la de la imposición de la
igualdad, son radicalmente contrarios a la esencia misma del hombre, a su ser
peculiar, a su afán de superación y progreso y por ello, aunque se llamen
asimismos “modelos progresistas” constituyen un claro atentado al progreso,
porque contrarían y suprimen el natural instinto del hombre a desigualarse, que
es el que ha enriquecido al mundo y elevado el nivel de vida de los pueblos,
que la imposición de esa igualdad relajaría a cotas mínimas al privar a los más
hábiles, a los más capaces, a los más emprendedores…de esa iniciativa más
provechosa para todos que la igualdad en la miseria, que es la única que hasta
la fecha de hoy han logrado imponer.
FARO DE
VIGO, 4 de marzo de 1983
LA ENVIDIA IGUALITARIA
Mariano Rajoy Brey
Presidente de la Diputación de Pontevedra
Hace
algunos meses “FARO DE VIGO” tuvo la gentiliza de acceder a la publicación de
un artículo en el que comentábamos un libro a nuestro juicio apasionante. “”La
desigualdad humana” de Luís Moure-Mariño. Hoy pretendemos descubrir otro libro
no menos magistral que analiza con profusión de detalles y argumentos aquella
afirmación y el consiguiente problema de la igualdad-desigualdad humana, pero
que añade a este estudio el de otro tema no menos importante e íntimamente
unido al primero, cual es el de la envidia, uno de los más graves y perniciosos
de los pecados capitales. El libro lleva por título “La envidia igualitaria”.
Su autor Gonzalo Fernández de la Mora. De entre sus pocas más de doscientas páginas,
cuya lectura recomendamos a todos aquellos que quieran ampliar sus
conocimientos sobre el hombre, destacaremos tres aspectos concretos y por
encima de todo un mensaje general.
La
primera parte de “La envidia igualitaria” tiene como objetivo básico,
ampliamente logrado por cierto, el recopilar los escritos históricos sobre la
envida. En ella se sintetizan los diversos estudios y opiniones que a lo largo
de los tiempos ha provocado el pecado de la envidia. Desde los griegos hasta
los contemporáneos pasando por los latinos, Sagrada Escritura, la patriótica,
los medievales, los renacentistas, barrocos y modernos, todos los grandes
pensadores han denunciado la malignidad de ese sentimiento.
En el
segundo apartado del libro, Gonzalo Fernández de la Mora analiza de manera
exhaustiva y profunda el problema de la envida –a la que define como “malestar
que se siente ante una felicidad ajena, deseada, inalcanzable e inasimilable”-,
de su utilización política (vaguedades como “la eliminación de las desigualdades
excesivas”, “supresión de privilegios”, “redistribución”, “que paguen los que
tienen más…” son utilizadas frecuentemente por los demagogos para así conseguir
sus objetivos políticos), las defensas ante la misma (la huida, la simulación y
la cortesía son medios de que tiene que valerse el “envidiado” para evitar el
provocar el sentimiento), y la manera de superarla que es la autoperfección y
la emulación.
Por
último, el autor dedica unas brillantes páginas a demostrar el error en que
incurren quienes a veces conscientemente y utilizando el sentimiento de la
envida y otras sin valorar el alcance de sus aseveraciones, sostienen la
opinión de que todos los hombres son iguales y en consecuencia tratan de
suprimir las desigualdades: El hombre es desigual biológicamente, nadie duda
hoy que se heredan los caracteres físicos como la estatura, color de la piel… y
también el cociente intelectual. La igualdad biológica no es pues posible. Pero
tampoco lo es la igualdad social: no es posible la igualdad del poder político
(“no hay sociedad sin jerarquía”), tampoco la de la autoridad (¿sería posible
equiparar la autoridad de todos los miembros de un mismo gremio, por ejemplo,
de todos los pintores o los cirujanos?), o la de la actividad (es difícil
imaginar un ejército en el que todos fueran generales; o una universidad en la
que todos fueran rectores), o la del premio, o la de oportunidades (las
circunstancias, temporales, geográficas y familiares colocan inevitablemente a
los individuos en situaciones más o menos favorables, nadie tiene la misma
oportunidad mental, ni histórica, ni nacional: no es igual nacer en EE.UU. que
en U.R.S.); ni siquiera la económica: “allí donde se ha implantado una cierta
igualdad pecuniaria –mediante la nacionalización de los medios de producción,
la abolición de la herencia, la supresión de las rentas del capital y la
equiparación de casi todos los salarios- se han radicalizado las inevitables
desigualdades de poder, creadores de desigualdades económicas quizá no
monetarias, pero espectaculares. Aunque la cuenta corriente de Stalin no fuera
superior a la del más mísero music, nadie podría afirmar la igualdad económica
de ambos. Para imponer tal igualdad habría que eliminar el poder político, lo
que es imposible”.
Pero si
importantes son todas y cada una de estas ideas, individualmente consideradas,
a todas ellas trasciende el mensaje, o la pretensión final del autor sobre la
que entiendo todos los ciudadanos y particularmente los que asumen mayores
responsabilidades en la sociedad, debemos reflexionar. Demostrada de forma
indiscutible que la naturaleza, que es jerárquica, engendra a todos los hombres
desiguales, no tratemos de explotar la envidia y el resentimiento para asentar
sobre tan negativas pulsiones la dictadura igualitaria. La experiencia ha
demostrado d de modo irrefragable que la gestión estatal es menos eficaz que la
privada. ¿Qué sentido tienen pues las nacionalizaciones? Principalmente el de
desposeer –vid. RUMASA-, o sea, el de satisfacer la envidia igualitaria.
También es un hecho que la inversión particular es mucho más rentable no
subsidiaria. Entonces ¿Por qué se insiste en incrementar la participación
estatal en la economía? En gran medida, para despersonalizar la propiedad, o
sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Es evidente que la mayor parte del
gasto público no crea capital social, sino que se destina al consumo. ¿Por qué,
entonces, arrebatar con una fiscalidad creciente a la inversión privada
fracciones cada vez mayores de sus ahorros? También para que no haya ricos para
satisfacer la envidia igualitaria. Lo justo es cada ciudadano tribute en
proporción a sus rentas. Esto supuesto, ¿por qué, mediante la imposición
progresiva, se hace pagar a unos hasta un porcentaje diez veces superior al de
otros por la misma cantidad de ingresos? Para penalizar la superior capacidad,
o sea, para satisfacer la envidia igualitaria. Lo equitativo es que las
remuneraciones sean proporcionales a los rendimientos. En tal caso ¿por qué se
insiste en aproximar los salarios? Para que nadie gane más que otro y, de este
modo, satisfacer la envidia igualitaria. El supremo incentivo para estimular la
productividad son las primas de producción. ¿Por qué, entonces, se exige que
los incrementos salariales sean lineales? Para castigar al más laborioso y preparado,
con lo que se satisface la envidia igualitaria. Y así sucesivamente. Juan Ramón
Jiménez lo denunció en su verso famoso “Lo quería matar porque era distinto”; y
el poeta romántico Young dio en la diana cuando afirmó “todos nacemos
originales y casi todos morimos copias”. Al revés de lo que propugnaban
Rousseau y Marx la gran tarea del humanismo moderno es lograr que la persona
sea libre por ella misma y que el Estado no la obligue a ser un plagio. Y no es
bueno cultivar el odio sino el respeto al mejor, no el rebajamiento de los
superiores, sino la autorrealización propia. La igualdad implica siempre
despotismo y la desigualdad es el fruto de la libertad. La aprobación por
nuestras Cortes Generales de algunas leyes como la última de la Función Pública
constituye un claro ejemplo de igualdad impuesta pues pretende equiparar a
quien por capacidad, trabajo y méritos son claramente desiguales y sólo va a
servir para satisfacer ese gran mal que constituye la envidia igualitaria.
Frente a ella sólo es posible la emulación jerárquica: hagamos caso de la
sentencia de Saint-Exupery “Si difiero de ti, en lugar de lesionarte te
aumento”.
FARO DE
VIGO, 24 de julio de 1984
Rafael Espino Navarro