Acabo de leer estos días Peores maneras de morir, la última
novela del escritor Francisco González Ledesma (Barcelona, 1927)que es, al
mismo tiempo, la última novela de la serie del Inspector Ricardo Méndez.
González Ledesma ha tardado tres años en escribir esta novela. Entre tanto
ha sufrido un ictus que casi acaba con su vida. Así que, en cierta manera, Peores
maneras de morir, es como un regalo que los dioses nos han hecho a sus
numerosos lectores. A sus ochenta y seis tacos, el maestro Ledesma ha escrito
una magnífica novela (y ya hemos perdido la cuenta de cuántas van).
En esta
última entrega, que se desarrolla en el otoño del año 2010, con el trasfondo de
la visita de Benedicto XVI a la ciudad de Barcelona para consagrar el templo de
la Sagrada Familia, el Inspector Méndez ya está viejo y achacoso, con el estómago
reventado de beber vino peleón y los pulmones calcinados por el tabaco negro y
la polución urbana, pero repleto de esa sabiduría que le han ido dando todos
los años que ha pasado en contacto con las calles de una Barcelona que se ha
transformado, que ya no es aquella Barcelona que su autor nos mostró en Las calles
de nuestros padres, en Crónica sentimental en rojo o en La
dama de Cachemira; ahora la ciudad de Barcelona es postmoderna y de diseño,
una Barcelona arrasada por la peor cara del capitalismo, si es que alguna vez
el capitalismo tuvo una cara buena, en la que siguen existiendo el crimen y el
delito, aunque en el presente sea multiétnico, exótico y plurilingüe.
Esta vez
a Méndez le toca vérselas con una poderosa organización que trafica con
mujeres, porque aquí la cosa va de trata de blancas, esa moderna manera de
esclavitud que viene de los países de la difunta Unión Soviética o del Caribe o
del corazón del continente africano, y que acaba con las pobres chicas en los
puticlubs, repartidas por los lugares más mezquinos de la geografía nacional,
mientras un puñado de hijos de la gran puta se llena los bolsillos y se pega la
gran vida a costa de sus desgracias y miserias.
A diferencia de otras obras anteriores de la saga Méndez, como Una
novela de barrio o No hay que morir dos veces, en Peores
maneras de morir apenas hay rastro de ese humor tan particular, marca
de la casa, que se gasta González Ledesma. Aquí lo que impera es el pesimismo y
la mala leche, y es que la novela está impregnada por una capa de desesperanza
que deja en el lector un regusto agridulce, no sabría muy bien si achacárselo
al tema de la novela o simplemente al hecho de que su autor es consciente de
que el tiempo se acaba y este, probablemente, sea su último libro. La cosa es,
como digo, que le ha quedado a González Ledesma una novela pesimista, casi,
casi bordeando el nihilismo, donde hay alusiones constantes a la crisis-estafa
económica, a la pobreza, al desempleo, a lo duro que se ha vuelto para muchos
sobrevivir en la jungla urbana, y al tinglado tan bien montado que
tienen otros muchos para vivir a costa de los demás.
Pero al mismo tiempo, Peores maneras de morir es una
novela escrita con un lenguaje muy poético, en el que las reflexiones de su
protagonista bordean en más de una ocasión el concepto de sofisma. En mi
opinión es una novela que se disfruta desde el punto de vista estético.
El mundo de Méndez se hunde. Ahora sí, sin remedio, y él lo sabe, así que
quiere despedirse a su manera, como siempre ha hecho las cosas, impartiendo
justicia en nombre de los parias de la tierra, de los puteados, de los que no
cuentan, aunque para ello tenga que pasarse las leyes por el arco del triunfo.
Porque para Méndez, como él mismo dice en un pasaje de la novela, no existe más
justicia, más ley y más código de honor que el de la calle. Lo demás son
patrañas.
En los inicios de los años ochenta, el crítico Juan Antonio de Blas definió
a Francisco González Ledesma como el “primero de nuestros escritores
policiacos”. Hoy, veintitantos años más tarde, me atrevo a afirmar sin ningún
tipo de dudas que Francisco González Ledesma no es sólo el mejor autor de
novela negra: Es el mejor escritor español vivo y probablemente uno de los
mejores en lengua castellana (con el permiso de Juan Marsé), y eso abarca
cualquier género literario. No está nada mal para aquel niño criado en el seno
de una familia obrera, de tradición republicana, represaliada tras la Guerra
Civil, que un día soñó con ser un gran escritor de novelas policíacas.
Rafael Calero Palma